Controvertido tema. Para empezar y no dar lugar a equívocos, establezcamos el significado de las palabras más relevantes de este post.
Supuesta fuerza o causa a la que se atribuye la determinación de manera inexorable de todo lo que ha de ocurrir: “El destino manda. Desafiar al destino. No podemos hacer nada contra el destino. El destino lo quiso así”.
Y ahora sí, ya podemos entrar en materia y lo voy a hacer con parte de uno de mis relatos. Es una historia ficticia que no se aleja de la realidad, ya que existen casos similares. Reconozco que al escribirlo pasé momentos de angustia, de levantarme del ordenador con ganas de llorar…
El timbre de la puerta sonó con dos sonidos cortos. Esa era la señal. La contraseña que usaba el maldito diablo. Amalia me lanzó una mirada demoledora, no era necesario que pronunciase palabra alguna. Subí los escalones alicaído, muerto de miedo como las otras veces e inmerso en la contradicción. Por mucho que mi instinto de supervivencia se revelase, me resignaba a la pena, a la vergüenza, a la impotencia y al dolor.
Me temblaban las piernas según me acercaba a la habitación. Sentado en la silla, como tenía ordenado, esperaba cabizbajo su temida llegada. El crujir de los peldaños me la anunciaba y conforme se aproximaba el vertiginoso sonido de sus pisadas, se aceleraban los latidos de mi encogido corazón. Parecía que aquella bomba moradora de mi pecho fuese a estallar y, aunque pueda parecer absurdo, en aquellos momentos era lo que más deseaba. Con ocho años, ansiaba mi propia muerte.
Entró y me abofeteó ambas mejillas. No noté dolor inmediato, pero sí el intenso calor y escozor que se acumulaba en las mismas. Tampoco me vino de sorpresa su agresividad, de hecho, esperaba trémulo aquellos golpes que sabía que eran el inicio del calvario: lo peor aún estaba por llegar. Las lágrimas caían por mi rostro seguía gacho. Con el puño cerrado me dio un golpe seco en la cabeza y me ordenó que me levantara, me desnudara y me trasladara a la cama. Me coloqué en posición, como el que sube a la palestra de los condenados y espera para ser ejecutado. Solo una pregunta acechaba mi mente en aquellos momentos terribles: ¿por qué mi madre no acudía en mi ayuda? Me lo cuestionaba en vano, sabía muy bien la respuesta, aunque me resistiese a aceptar la verdad. La cruda realidad era que Amalia alquilaba mis servicios para el vicioso disfrute de un depravado. Llevaba tiempo sometido a la vileza más impía, a los abusos de fuerza y poder.
Quedaba desnudo, abatido, estirado boca abajo sobre la cama. No tenía frío. El hervor interno que causa la podredumbre me hacía sentir un calor abrasador. Oí como abrían la puerta de la calle y seguidamente escuché un portazo. Entonces, despacio y acompañado por el llanto, me atavié y bajé las escaleras. Mi madre estaba sentada en el sofá contando el dinero que mi sufrimiento le había proporcionado. Me postré de rodillas ante ella e intenté reposar la cabeza sobre su regazo, buscando una brizna de conmiseración. Me gritó y me empujó, haciéndome caer de espaldas sobre el suelo descascarillado. Se guardó los billetes en un bolsillo y se marchó en busca de su ansiada dosis. Estuve horas tirado sobre el pavimento, encogido en posición fetal. Me sentía sucio, culpable y avergonzado. Odiaba mi propio cuerpo y la función que tenía.
Cada cual tiene su opinión, todas respetables y ninguna categórica. Yo no creo en el destino, porque si creyese en él debería tolerar que sucedan cosas como la que he relatado y aceptar que queden impunes todo tipo de crímenes. La creencia en el destino justifica lo injustificable. ¿Es el destino el causante de que un tipejo perverso violase a un niño de ocho años? Y, como ya he dicho, es solo un ejemplo de la durísima realidad…