¡Uf, estoy agotado! Empiezo a notar el paso de los siglos. En apariencia me conservo joven: sin canas ni arrugas. Los ojos avellanados bien abiertos, los párpados se estiran hasta seguir la línea de mis puntiagudas orejas. Mantengo la fisonomía tersa, sin la más mínima pérdida de colágeno.

 Físicamente puedo presumir, pese a mi ancestral edad, de una flexibilidad admirable: brinco, corro, trepo por los árboles y me balanceo en sus ramas. Por cierto, cada vez quedan menos. ¡Cómo echo de menos la espesura de los bosques, las noches bañadas de estrellas, las montañas sin edificaciones, las aguas cristalinas de los ríos, mares y océanos…! ¡Y respirar aire puro! Me pregunto si algún día volveré a embriagarme con los aromas que brindaba la naturaleza; algo queda de ello, pero poco, muy poco.

Perdón, no me he presentado. El despiste es uno de mis grandes defectos. Soy el Duende de los Deseos. Para evitar que me tachen de presuntuoso, egocéntrico o narcisista, será mejor que deje de hablar de mí y me centre en las historias que te quiero contar, pues, aun siendo parte clave en ellas, admito no sentirme orgulloso de ninguna. Debo precisar, eso sí, que mis intenciones siempre fueron buenas.

Permíteme otro inciso antes de explayarme en mi relato: necesito desahogarme y decirte que, pese a no ser una persona, a veces sufro sentimientos inherentes al ser humano. La envidia es uno de mis mayores padecimientos, no malinterpretes mis palabras, es una desazón basada en el anhelo de ser mortal. Si te parece extraño, utiliza la empatía e intenta ponerte en mi lugar, entonces podrás imaginarte lo duro que es deambular por este mundo a través del tiempo, en eterna soledad.

Me he puesto un tanto nostálgico; ha sido algo puntual, me gusta ser feliz y trasmitir dicho sentimiento, por ello y basándome en el escarmiento, te diré que aproveches la vida, pues al contrario que la mía, la tuya avanza hacia la finitud.

Una de mis primeras experiencias concediendo deseos fue en el lejano año 52, me topé con un adolescente caprichoso – como muchos otros de su edad -, sin embargo, quedé algo desconcertado al escuchar su aspiración tras una breve charla: se declaraba supersticioso y no dudó en aceptar mi ofrecimiento.

—Hoy es un gran día, el de mi catorce cumpleaños, si como dices sólo me concederás una cosa, pido poder sobre el mundo, ¡poder, poder, poder!

Sinceramente, esperaba escuchar otras palabras por boca de aquel muchacho que, según me enteré unos meses después, fue nombrado procónsul. Pronto apareció su rostro en las monedas junto al de su tío Claudio de quien sería su sucesor. Así, con dieciséis añitos Nerón se convirtió en Emperador del Imperio Romano.

 Para evitar grandes males, quizá sería oportuno hacer un test de personalidad antes de conceder ciertos deseos. En aquellos tiempos no existía tal posibilidad y, pese a que el joven apuntaba formas siniestras, deposité en él mi confianza. ¡Lo sé, lo sé, soy un inocentón! Pero ¿he de sentirme culpable de su tiranía? No creo que el haberle concedido poder, llevase intrínseca la consecución de ejecuciones, incluyendo la de su propia madre. El extravagante individuo se sentía más y más poderoso a base de ir eliminando a quienes consideraba sus rivales. También se obsesionó con aquellos que se declaraban cristianos, ordenando que fuesen clavados en cruces y quemados al caer el día. Otros de sus escarnios preferidos, su mayor divertimento, era organizar espectáculos donde las víctimas sucumbían desgarradas por los dientes de feroces perros. ¡Qué horror, siento escalofríos al recordarlo!

El día que mientras ardía Roma, Nerón hacía sonar el arpa y canturreaba, presentí que su final sería trágico. Acerté en mi pronóstico: en junio del año 68 el Senado lo declaró enemigo público y huyó de Roma. El infeliz Nerón se vio de repente como el cobarde que siempre había sido y, para poner fin a su vida, buscó ayuda. La obtuvo de su secretario, Epafrodito, que lo apuñaló.

Tras la nefasta experiencia decidí que el siguiente deseo se lo concedería a una persona de más edad, creyendo que madurez y sentido común iban unidos. También erré en dicha consideración, así me lo demostró Atila. El que más tarde se convertiría en el rey de los unos, acariciaba la cuarentena cuando me presenté ante él. Sus ojos pequeños y su nariz chata me produjeron cierta simpatía. Algunas canas perdidas entre su fina barba resaltaban una tez morena y pensé, por su aspecto, que sería una persona coherente. ¡Vaya ojo tengo! Cuando le pregunté cuál era su deseo, la respuesta fue concisa e inmediata:

—¡Poder! —afirmó con un duro movimiento de su rostro anguloso.

Recuerdo haber dado un salto hacia atrás al escucharlo. Fue una reacción mecánica ante la dichosa palabrita. Asentí con una sonrisa forzada, y desaparecí de su lado girando velozmente como si un tornado me engullese. Poco después, Atila se transformó en un guerrero sanguinario que fue conquistando terreno a base de sembrar el terror en todo el Imperio Romano, tanto de oriente como de occidente, masacrando a todo aquel que se le oponía. Perdió su poder en el año 453, cuando una hemorragia nasal le provocó la muerte tras la celebración de su último matrimonio.

Angustiado ante los que consideraba mis dos grandes fracasos, decidí tomarme unas largas vacaciones para ver si las cosas cambiaban y si, con el paso del tiempo, las personas evolucionaban hacia la sensatez. ¡Menuda utopía…! En 1543 Iván me hizo volver a la cruda realidad: el planeta Tierra continuaba plagado de seres egoístas. Le concedí el deseo cuando el mozuelo lampiño rondaba los 13 años. La respuesta a mi pregunta significó para mí una inmensa desilusión.

—¿Cuál es tu deseo? —cuestioné ansioso de escuchar algo lógico, adecuado a su edad.

—Tener poder sobre el mundo —expresó con rotundez.

Pensé que iba a sufrir un vahído y tomé asiento en el suelo con las piernas cruzadas. Menos mal que mi pequeña estatura me facilita movimientos rápidos, de lo contrario, me hubiese estampado contra los pedruscos del terreno donde le había dado el alto para presentarme ante él. Lo miré con cara de pena insinuando que se lo repensara. Creo que no entendió mis muecas y dio por hecho que el deseo se iba a conceder; así fue.

Iván IV de Rusia había sido coronado príncipe de Moscú a los tres años, tras la muerte de su padre. Dada su corta edad, fue su madre quien administró el reino hasta ser envenenada cinco años después por clanes boyardos. A los 13 años, después de nuestro encuentro, Iván empezó a ser respetado y ordenó a sus seguidores que capturasen al príncipe Andréi Shúiski y lo arrojasen a una jauría de perros. Al enterarme de ello supe que su rencor y ansias de venganza lo conducirían a una maldad desenfrenada. Fue apodado el Terrible y emprendió una política expansiva logrando la conquista de varios territorios.

Su poderío, al igual que en los casos anteriores que te he explicado, radicó en el terror, la codicia y la crueldad. Tras la muerte de su esposa en 1560 Iván acentuó su autoritarismo cometiendo todo tipo de atrocidades. Desencadenó una sangrienta represión contra los boyardos y los partidarios de estos, además atacó y devastó antiguas ciudades libres rusas.

Con treinta y tres años su comportamiento era el de un psicópata: torturas, decapitaciones, empalamientos… En el fondo fue un ser desdichado y «merecida» tuvo su desgracia. De los tres hijos habidos en su primer matrimonio, uno se ahogó accidentalmente en el río al poco de nacer. Al que tras este hecho sería su primogénito, lo asesinó él mismo en un ataque de furia a golpe de bastón. El tercero, finalmente su sucesor, persona de escaso carácter e inteligencia, fue una marioneta cuyos hilos manejaron los boyardos.

El Zar Iván IV, enfermo de sífilis, falleció a los cincuenta y tres años.  

¡Ay…! Pensarás que suspiro en demasía, es para evitar esta presión que me ahoga al sentirme responsable de tanto acto macabro. Mi carácter inquisitivo me provoca serias dudas sobre si debo sentirme cómplice de sus maldades, de la ambición desmesurada y de las atrocidades ¿Son mis pensamientos incongruentes? Quizá, aun así la duda me carcome.

¡Ay…! Afortunados los que conciben las relaciones interpersonales como relaciones humanas en las que ambas partes sienten que todos ganan, sin aceptar uniones en las que alguno de los implicados salga perdiendo, aunque sean los otros; estas personas disfrutarán de alianzas placenteras, verdaderas y duraderas.

Dejemos a un lado mis lamentos y elucubraciones, voy a explicarte otra experiencia de la que tampoco puedo presumir. En esta ocasión fue una mujer la elegida para concederle un deseo: Ranavalona I. Me la topé paseando por una playa desierta de Madagascar, ignorante de quién era, vi a una cría de expresión amarga y pensé alegrarle la vida. Bajo un sol canicular y su atenta mirada sibilina, me presenté como el Duende de los Deseos.

¿Qué deseas? —le pregunté.

Muchas cosas —respondió adusta—. Mi matrimonio es inminente, ¿lo puedes evitar?

Sí, pero será lo único que te otorgue. Concedo un deseo, uno nada más —insistí.

En ese caso lo que más quiero es poder, tú concédemelo que yo sabré como utilizarlo.

¿Po-der? —titubeé perplejo—. De a-cuer-do —respondí mientras notaba como mis orejas se estiraban aún más, vibrando en el extremo puntiagudo.

Me miró de soslayo y continuó altiva su camino, con paso firme, denotando un halo de prepotencia que no tardaría en acentuarse. Días después la casaron con el rey Radama I. Tras la muerte de su marido, en la que según dicen algo tuvo que ver, Ranavalona llegó al poder y se ganó con creces el ser considerada la reina más sangrienta del siglo XIX.

Destruyó los tratados internacionales que había firmado su esposo y expulsó de la isla a los extranjeros.

Sin profundizar en ello para evitar que me dé un pasmo al rememorarlos, enumeraré alguno de sus múltiples actos maléficos: ordenó la ejecución de más de ciento cincuenta mil cristianos. Practicó miles de experimentos con sus víctimas, como darles de beber veneno y obligarlos a nadar en aguas infestadas de cocodrilos. Aunque sin duda, su tortura preferida, aquella que le proporcionaba mayor disfrute, era observar cómo ponían al condenado a los pies de un montículo y le echaban agua hirviendo hasta que se escaldaba vivo. Asesinó a más de diez mil esclavos.

Sus ansias de poder derivaron en destrucción y sumió a la isla en el ostracismo. ¡Además de mala era terriblemente terca! Incluso su hijo intentó buscar ayuda externa para frenar la luctuosa ineptitud de su madre. Sin embargo, Ranavalona I mantuvo el poder sobre Madagascar hasta el momento de su muerte en 1861.

¿Te das cuenta? Todos los protagonistas de las historias que te he explicado hasta ahora se aferraban a la idea del dominio, del poder, no veían más allá y ellos mismos fueron cerrándose en un mundo que acabó destruyéndolos.

El apego a las cosas y a los estilos de vida solo sirve para quedarse atrapado en el limbo del tiempo. Las cosas son transitorias y la variación perpetua es inevitable. El cambio es el único elemento permanente en nuestras vidas.

Tanto Ranavalona como los anteriores mencionados fueron incapaces de alcanzar las pequeñas cosas que llevan hasta el verdadero poder, les cegaba la avaricia y el egoísmo. Solo aquellas personas que buscan unidad en lo esencial, diversidad en lo importante y generosidad, serán capaces de liderar el cambio.

¡Qué pesado soy!, otra vez entorpeciendo el relato con mis divagaciones, disculpa, continúo. Si he de ser sincero creo que este tipejo será el último de quien te hable, al fin y al cabo, no se diferencia en demasía del resto, más bien sus semejanzas espantan. Menudo susto le di al acecharlo silente en la oscuridad. Mis arranques espontáneos y joviales no son siempre los adecuados. Se me escapó una breve carcajada al verle el rostro desencajado, pero con este ejemplar… ni risas ni bromas. Adolf Hitler ¡Maldigo el día en que le concedí el deseo! A decir verdad, no me extrañó su respuesta, me estaba acostumbrando a escucharla.

—Bien, dime qué deseas.

—Tengo miedo al fracaso —afirmó con una mirada vulnerable—. Poder, eso es lo que quiero.

¡Cómo no! ¿Qué otra cosa se puede pedir en este universo en el que vivimos? Con un gesto de deferencia me despedí de él, ignorando la magnitud que alcanzaría su perversidad. Desde su llegada al poder, Hitler comenzó a preparar la Segunda Guerra Mundial. Obsesionado con la superioridad de la raza alemana (pese a ser de origen austrohúngaro), se manifestaba el elegido para conseguir que los alemanes dominasen el mundo. Hitler causó la muerte de diecisiete millones de personas, incluyendo el genocidio de casi seis millones de judíos (Holocausto Nazi).

Lo lamento, me es imposible continuar hablando de este impresentable de baja autoestima, un fracasado incapaz de afrontar sus miedos. Cuando pienso en los campos de concentración y en todo el sufrimiento en ellos habido, afloran en mí esos sentimientos humanos que, inevitablemente, me hacen llorar. ¡Uffff!

Solamente añadiré que, tras una sucesión de derrotas, «Alfredito el criminal» se suicidó de un tiro de revólver el 30 de abril de 1945.

Podría seguir narrando historias hasta llegar a fechas actuales. Te acabaría provocando tedio, pues todos los personajes tienen las mismas características: seres patéticos, sin miramientos ni escrúpulos.

He llegado a pensar que la ambición de poder es una cualidad intrínseca al ser humano, no obstante, rumiándolo bien, puedo concluir que, afortunadamente, hay personas admirables cuyos objetivos y función en la vida no se basan en el egoísmo, y sí en la cooperación e incluso en el altruismo. Como Duende de los Deseos, me hubiese gustado encontrarme con alguien cuyo mayor anhelo fuese acabar con la hambruna en el mundo, eliminar la maldad y con ella las guerras, o simplemente alcanzar la felicidad.

Ahora te cedo la palabra y la oportunidad. Tómate un tiempo, medita, no te precipites… Dime, ¿cuál es tu deseo?

Trinidad Fuentes, capítulos SOS Me he enamorado
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