PREÁMBULO
Isabel: — Se lo merecía.
Olga: — ¿Por qué?
Isabel: — Por infiel.
Olga: — Relájate y mide tus palabras. Si le dices eso a la policía creerán que eres culpable.
Isabel: — ¿Culpable? ¿Yo? ¿De un crimen? ¿Quién puede pensar eso?
Olga: — Cualquiera.

1
ISABEL
Al cerrar el grifo de la ducha he escuchado lejano el timbre del despertador; se me ha olvidado desconectarlo al levantarme. Hoy me ha despertado la ilusión, las ganas de que llegase el inicio de semana, ¡es lunes!, un lunes maravilloso al que le sucederán otros cuatro días laborables. Entro en el vestidor, miro el modelito que anoche dejé preparado para ponerme hoy. No sé, estoy dudosa, la blusa es demasiado oscura y las tonalidades foscas envejecen. Paso perchas, me topo con una camisa roja, intensa, atractiva, pasional, justo lo que quiero transmitir. El botón que se acerca a los pechos lo dejo desabrochado, insinuante. La falda prevista la mantengo, el beige combina con todos los colores y el corte me gusta, es sensual, marca cinturilla y caderas sin rozar la vulgaridad. Tacones cómodos, maquillaje suave, unas gotas de perfume… Vuelvo a mirarme en el espejo de cuerpo entero, — ¡algo me falla! — exclamo en voz alta, a veces hablo sola.
— El cabello — responde Ariela que aparece tras mi imagen. — Deberías hacerte un corte moderno en lugar de llevar el pelo recogido en un moño — Me lo dice directa y abiertamente, así es mi hija, tal como lo piensa lo suelta. He de reconocer que tiene razón, estoy próxima a la cincuentena, debería rejuvenecer mi imagen y hay truquitos estéticos que quitan años de encima sin recurrir al bótox o similares, aunque tampoco lo descarto. Hoy mismo, cuando salga del trabajo, iré directa a la peluquería y el fin de semana renovaré vestuario. Le pregunto a Ariela si el sábado me acompañará y ayudará a elegir trapos que me favorezcan. Enseguida me dice que sí junto a una amplia sonrisa.
Me casé con veinte años, once meses más tarde nació Ariela. Le puse el nombre inspirándome en una actriz de culebrón; en aquella época, para mí, ver la novela de las tardes era “el momentazo” del día. Mi profesión era lo que llamaban sus labores, es decir, me había convertido en lo que nunca quise ser: un ama de casa dedicada en exclusiva al hogar, al cuidado de su esposo y a tener hijos. De esto último es de lo único que me siento orgullosa, Ariela es y ha sido mi gran apoyo, un ejemplo a seguir, ha hecho más de madre que de hija, es una mujer fuerte donde las haya, segura de sí misma, con las ideas claras, alegre, positiva, de felicidad contagiosa, adorable… Ella acababa de cumplir los dieciocho cuando su padre me cambió por otra, sí, por otra más joven, divertida y cariñosa. Se había cansado de mí y me cambiaba por una gata mimosa.
Nunca sospeché que tenía una amante y, según me dijo, no era la primera, había tenido otras, ¿cuántas? Ni lo sé ni me importa. Intentó explicármelo en un brote de arrepentimiento, tan falso como él, implorando mi perdón en un tono más novelero que los culebrones de las tardes.
— Por favor, Isabel, tengamos una ruptura amistosa — repetía. O lo que venía a ser lo mismo: Por favor, Isabel, no me sangres en el acuerdo de divorcio.
Mi reacción inicial fue de encefalograma plano, unos segundos con parálisis de actividad cerebral a lo que siguió una lenta recuperación de la funcionalidad mental.
—Vale — le dije. Eso fue todo; no hubo gritos, insultos, o el más mínimo reproche, porque, en el fondo, me daba igual que me cambiase por la gatita mimosa y que hubiera estado con otras tantas. Llevaba tiempo deseando que llegase el momento de la ruptura; me molestaba su mera presencia, estaba cansada de servirle la comida, de lavarle la ropa, de aguantar su mal humor, de tener que abrirme de piernas cada vez que le apetecía, de escuchar sus ronquidos, del olor a pies, de todo lo que en general envolvía a su persona. Incluso en ocasiones pensaba que ojalá se enamorase de otra y se fuese con ella. ¡Mi deseo se hacía realidad! En lo que no pensé en ese momento era que al irse él, también se iban los únicos ingresos económicos que entraban en casa.
Olga, mi mejor amiga, llevaba tiempo diciéndome que acabara los estudios y trabajase fuera del hogar; requisito imprescindible para ser económicamente independiente. Fuimos al mismo colegio y coincidimos en el último curso de instituto (Olga era una estudiante avanzada), después ella voló a la universidad y a mí me cortaron las alas…Rectifico: No me cortaron las alas, me las corté yo, inmersa en una especie de trastorno mental transitorio que me pintaba una vida de cuento junto a mi amado, y junto a él anidé. ¿Cometí un error? Según Olga sí, un error abismal. No tardé en darme cuenta de que mi amiga tenía razón; la convivencia deshizo el hechizo y, en vez de reaccionar me acomodé en la insulsa vida que mantuve con mi marido hasta que decidió cambiarme por la gata mimosa, ¡bendito día!
De repente recuperé la confianza en mí misma. Definitivamente había llegado el momento de hacerle caso a Olga: prepararme para trabajar fuera de casa y ser económicamente independiente. Gracias a ella y a Ariela, lo conseguí. Mi verdadero yo había permanecido latente, dejé atrás el conformismo y la novela de las tardes, estudié durante meses a todas horas, preparé oposiciones, las aprobé, cumplí los cuarenta trabajando de administrativa en el Rectorado de la Universidad. En el mismo puesto sigo, contenta, realizada, feliz. Allí me dirijo en estos momentos, tengo ganas de llegar, de verlo, entro con el coche en el recinto, ¡ahí está! acaba de aparcar y camina hacia la puerta principal, se me acelera el corazón, ¿qué me está pasando?
2
OLGA
Me gusta que llueva cuando no tengo que salir de casa. Ver como llora un cielo gris invita al recogimiento, a la reflexión, al descanso. Pero, ¡peligro!, si el cielo se mantiene plomizo más de tres días consecutivos, mi carácter alegre se agría más que un limón y me convierto en la reina de las quejicosas, ¡imploro sol, luminosidad, vida!
Esta tarde de domingo me he quedado en casa, con el pijama de felpa y los calcetines gruesos; necesito ratos de soledad. Estoy tumbada en el sofá con el único sonido que el crepitar de la leña en la chimenea. No tengo ganas de leer y mucho menos de ver la tele. Con la mirada fija en las llamas solo deseo una cosa: soñar, soñar despierta. Ayer me llamó Isabel para ir de compras, no me sentía con ánimos, este fin de semana quiero aprovechar la tranquilidad que se respira en mi hogar; mañana vuelven Alex y Marta del campamento, se acabará el silencio. Los gemelos avanzan raudos hacia la adolescencia, Alex es calmado y reflexivo como su padre, Marta es pura explosión de vitalidad. La vida me ha enseñado muchas cosas, otras las he aprendido por mi cuenta, la experiencia me ha dado serenidad y perspectiva; soy una mujer de cuarenta y cuatro años, divorciada, viuda y enamorada.
Mi primer marido era de espíritu pobre, como su bolsillo. Nadie apostaba por nuestra relación, era de pura lógica que sería breve. Poco me importaba su economía, nunca he buscado ni necesitado el amparo económico de un hombre. Me encapriché de su físico: guapo, alto, fuerte… Todo lo que ahora me repele del género masculino. Las personas cambiamos, evolucionamos, nuestros gustos también. Éramos jóvenes, fogosos, el sexo era bueno y nos enganchó. Hasta que me cansé, porque casi todo cansa, y vi en su flaqueza de espíritu claras evidencias de una aguda vagancia. Como mantener a un holgazán no estaba en mis planes de vida, antes de cumplir el primer aniversario de matrimonio le pedí el divorcio.
Durante un tiempo estuve disfrutando, intensamente, de una ansiada y deliciosa soltería. Me organicé bien; trabajaba, salía con mis amigas, estudiaba. O lo que es lo mismo: Ganaba dinero, me divertía libremente, fui ampliando conocimientos y titulaciones. Hasta que lo conocí a él, al hombre del que me enamoré de verdad, al hombre del que, pese a haberlo intentado, no he conseguido olvidarme, al padre de mis hijos. Aunque, esto último, no lo sabe.
A veces pensamos que estamos enamoradas y no lo estamos, solo salimos del equívoco si realmente nos sucede, entonces nos damos cuenta que en las otras ocasiones aquel sentimiento era una torpe imitación del de verdad; del que te hace perder la cabeza, te embriaga, te llena de euforia y excitación.
Lo nuestro fue “un flechazo” (no creía en ello hasta que fui víctima directa). Coincidimos en un restaurante, mesas cercanas, él estaba con un grupo de personas, yo con unas amistades. Al llegar y sentarme lo primero que vi fue su intensa mirada fija en mí, me atrajo al instante, nos sonreímos, así nos mantuvimos como bobos durante toda la cena. De vez en cuando él participaba brevemente en la conversación de su grupo, lo mismo hacía yo, aunque era como si estuviésemos solos y juntos, aislados de la amalgama de gentes, sonidos y movimientos que nos rodeaban formando una nube lejana, apenas probé bocado.
— Así estás de flaca, no comes, ¿me oyes?— me instigaba la de al lado, entonces pinchaba algo con el tenedor, un alimento cualquiera que se me quedaba obstruido en la garganta.
Se levantó, su mesa al completo se puso en pie y avanzaron hacia la salida, arrastró su mirada sobre la mía hasta que dio un giro brusco al chocar con un camarero. Vi como abandonaba el restaurante, sentí una punzada en medio del pecho, una tristeza repentina, ¡no se puede ir, no se puede ir! aclamaba para mis adentros. Jamás había sentido algo igual, ni similar; me había enganchado a un hombre con una mirada y una sonrisa, largas, eso sí, pero al fin y al cabo solo eran una mirada y una sonrisa… ¡Ja! Yo, la que califican de dura (exageran), de autosuficiente (lo soy), la que nunca caería en esa bobería del enamoramiento, caí como una pardilla. ¿Cómo aquel hombre en menos de dos horas, sin mediar palabra, consiguió que me transmutara? ¿Dónde estaba la mujer de fuerte personalidad, la que desechaba toda proposición masculina, la que defendía y honraba su libertad física y mental? No tenía respuestas. Al salir del restaurante junto a mis amigas, que no paraban de decirme lo rarita que estaba, lo volví a ver y noté un repentino sofoco (más de felicidad que de sorpresa), se levantó del banco donde al parecer esperaba, se me acercó, mis amigas se alejaron unos pasos, todas con la misma mueca en la cara, se plantó en frente, ¿dónde estaba mi seguridad?, se había convertido en un intenso cosquilleo de estómago.
— Me interesas — soltó de golpe, ¡zas! sin antes decirme su nombre o preguntarme el mío. Eso no me gustó y, mi famoso trasfondo borde, le espetó: — Tú a mí no; y caminé con paso firme hacia donde estaban mis amigas.
—¡Espera!— Escuché a mis espaldas; me giré, sonreí, le tendí la mano, le dije mi nombre, sonrió, me dijo el suyo, me apretó la mano, nos dimos dos besos: el primero en la cara rozando la comisura de los labios, el segundo y consecutivos fueron de pura pasión. Cuando ante una incipiente asfixie nos despegamos, mis amigas habían desaparecido.
Suena el timbre de la puerta. ¿Quién vendrá a molestar? Me levanto del sofá, encajo en la mirilla un ojo adormilado. Parece una mujer, mira hacia abajo, no le veo la cara, ¿qué querrá?, ¿venderá algo? Raro, hoy es domingo, ya se irá. Me vuelvo al sofá. Suena el timbre de la puerta. ¿Otra vez? Me levantó enfadada, ojo-mirilla, pregunto qué quiere.
— ¡Qué me abras!— exclama levantando el rostro. ¿Isabel?
— ¿Qué te has hecho en el pelo? ¿Y esa ropa? — Le pregunto en cuanto entra. Mi amiga está radicalmente cambiada, ¡estupenda! — ¡Nena, has rejuvenecido diez años! — le digo con sinceridad.
— Si tú lo dices, me lo creo — responde animosa.
A mi amiga le pasa algo, infinidad de veces le he dicho que modernizara su vestuario y se quitara la coleta o el moño que se turnaban cada dos días en su cabeza. Se ha aclarado el cabello, menos mal, el negro con canas la envejecía una barbaridad. Y ese corte a la altura de los hombros, medio despeinado, ¡irreconocible! ¿Dónde están sus clásicas blusas y los pantalones de pinzas? Ha venido ataviada con camiseta, tejanos rectos que estilizan sus ya de por sí piernas largas, y unos botines de tacón, ¡Isabel con tacones!
— Olga, mañana iré contigo al gimnasio.
¿Al gimnasio? Si la última vez que hizo deporte fue en el instituto, forzada y gruñendo. ¡Ah! Se me olvidaban los quince días que practicó kickboxing.
— ¡Qué calor hace aquí! — Se queja mirando hacia la chimenea. — ¿Qué hacen esos leños ardiendo en plena primavera?
— No exageres — le replico. Aún estamos en marzo. Hoy hace un tiempo desapacible, gris, húmedo, estoy destemplada.
Me observa de pies a cabeza. Sé lo que está pensando y no quiero que me lo diga, pero me lo dice:
— Pijama de oso, calcetines gruesos, chimenea… Tú estabas tumbada en el sofá soñando, soñando despierta. Y sé con quién.
Me da un abrazo que agradezco en silencio. ¡Qué bien me conoce la puñetera!

3
ISABEL
Estoy deseando que amanezca, son las cinco de la mañana y ando más despierta que una lechuza. Hasta hace poco dormía como un lirón, pero llevo un par de semanas insomne e inapetente ¿será la fase pre-menopaúsica? Voy a contar ovejitas… ¿lechuzas, lirones, ovejitas? ¡Isabel, relájate, deja tranquila a la fauna! Me voy a levantar, estar acostada sin dormir me enerva. Menudas ojeras luciré hoy, vaya manera de empezar la semana. Voy a prepararme un baño y me pondré el antifaz helado en los ojos.
Ayer le hice una visita a Olga, ¡le encantó mi nuevo look! Todo lo que ella me dice sé que es cierto, mi amiga es una persona extremadamente sincera; en ocasiones lo es en demasía, puede llegar a herir. Aún no le he contado lo atractivo que encuentro al nuevo vicerrector, me da un poco de vergüenza decirle lo mucho que me atrae, pero se lo contaré pronto, con Olga no tengo secretos.
Fue ella quien, poco después de romper con mi marido, me presentó a un antiguo amigo suyo. Se encabezonó en que tenía que “probar” a otro hombre, de hecho no me había palpado más varón que el que me prometió fidelidad ante Dios para toda la vida, ¡qué estupidez! La frase “Nunca digas de este agua no beberé”, debería ser una máxima en las clases prematrimoniales, seguro que evitaría el incumplimiento de muchas promesas. En fin, si algo tengo claro es que no me vuelvo a casar; una vez que saboreas la delicia de ser libre, ya no hay quien te ate. Justamente es lo que pretendía el amigo de Olga: atarme. O al
menos esa fue la sensación que me dio. Nos lo encontramos una tarde tonta, de esas que no sabes qué hacer y entras en un centro comercial. Subimos a la planta infantil; Olga aprovechó para comprar ropa a los gemelos, yo me regodeé con los conjuntos de niña, aunque la mía ya estaba muy crecidita. Él también rebuscaba por aquella sección, para sus dos hijos – según dijo tras saludar efusivamente a Olga, y añadió que se acababa de divorciar –. La Celestina nos presentó:
— Mira, esta es Isabel, hace poco que recuperó la soltería. Isabel, te presento a Rom, Romualdo. Al intentar aguantarme la risa, me atraganté con la saliva y sufrí un ataque de tos. Cuando recuperé la respiración normal, mi eficiente y resoluta amiga ya me había organizado una cita con el susodicho. En ese momento acepté, nada convencida, con una sonrisa apócrifa. A simple vista era un tipo de lo más normal, ni gordo ni flaco, ni guapo ni feo. En la primera cita me fijé mejor y solo le encontré defectos: bajito, labios finos y parco en palabras. Para mi gusto, unos labios finos no llaman al beso. Y el hecho de que apenas hablase me provocó verborrea, intentando evitar un incómodo silencio. Habíamos quedado para comer, él me escuchaba y asentía entre bocado y bocado, hasta que se decidió a dejarme escuchar su voz durante varios minutos ininterrumpidos. En ese tiempo me explicó cómo su mujer lo había abandonado por otro, lo afectado que estaba (era evidente), y lo mucho que la seguía queriendo. ¡Menudo ligue me había buscado Olga! ¿Qué hacía comiendo con un hombre que no me atraía y lloraba su amor por otra? Lo único que se me ocurrió fue darle ánimos con frases hechas: “Tranquilo, que no hay mal que por bien no venga” “Hay más peces en el mar” “De amor no se muere nadie”. Me fijé que le iba cambiando la cara y de golpe soltó: — Tienes razón, y “Un clavo quita a otro clavo”, me gustas Isabel. Así fue como empezamos un devaneo raro y breve.
Rom era una buena persona, para mi gusto en demasía, de poco ímpetu, apagadito. El atontamiento, encaprichamiento, o lo que fuese aquello, se esfumó rápido. Ir al cine en la sesión infantil, meriendas con los pequeños camicaces, y sexo rápido en un coche impregnado de olor a pañal, fueron, entre otros motivos, el desencadenante de mi huida, ¡hasta pronunciar su nombre me bajaba la lívido!
He salido temprano de casa y he llegado al trabajo media hora antes. Entre toda la ropa nueva, dudaba qué ponerme. Ariela ha decidido por mí, con rapidez y seguridad, ha colocado un vestido sobre la cama y una americana. Le he dicho que ese vestido era un poco corto, me ha respondido que luzca piernas que las tengo bonitas. Le he hecho caso a mi hija. Lo que más me ha costado es conducir con estos zapatos de tacón, a los que va a ser difícil que me acostumbre.
Cuando ha llegado mi compañera me ha mirado con extrañeza, tras darme los buenos días ha seguido observándome de reojo. Ha llegado otra compañera, me ha mirado con asombro alabando el cambio de imagen. Ahora entra él… Ya está aquí la taquicardia… Avanza hacia su despacho, al pasar delante de mi mesa me mira, ¡me mira! Me ofrece una sonrisa suave y sigue su camino. Disimulo con la vista fija en la pantalla del ordenador, soy incapaz de teclear, me tiemblan las manos. Alberto, el nuevo vicerrector, hoy, un lunes que me resultaría fastidioso sino fuese por su presencia, se ha fijado en mí. Noto una euforia interna inexplicable.
4
OLGA
Lunes matutino de infarto, Marta y Alex hacen gala de su presencia. Ella chinchosa y ordenadora, él calmado hasta que explota. Cuento en silencio hasta diez, veinte, treinta, no digo palabra pero la cara se me va transformando porque ni sé ni quiero disimular. Marta, avispada, deja de gritar a su hermano y me abraza; es igual de lista que de zalamera. Alex nos mira con pasotismo. Claudia, la interina que ayuda en casa, tiene preparado el desayuno. Lleva años con nosotros, cuando conocí a mi marido ya trabajaba para él. Es buena, hacendosa, respetuosa y se desvive por los gemelos. Le tengo cariño, confianza, lo que no me gusta de ella y estoy harta de decírselo son dos cosas: Que anteponga a los nombres de pila el “don” “doña”, doña Olga, doña Marta, don Alex. Y, el machismo que envuelve su carácter. Esto último me desquicia. Siempre, para todo, el primero es Alex, como ahora mismo: — Don Alex, siéntese, aquí tiene sus cereales y las tortitas que le gustan, calentitas. — A continuación sirve el mío y el de Marta, siempre sigue el mismo orden (en el desayuno, comida y cena). Cuando vivía mi marido, el primero en todo era él. Claudia siempre prioriza a la figura masculina. Que a un niño de doce años le llamen “Don X” y lo traten con preferencia y, a veces (muchas) con exclusividad, es un enorme riesgo de crear un individuo fatuo y machista.
Desde pequeños, a Marta y a Alex les he inculcado los principios de igualdad. Intento darles una educación que les encauce a ser personas honestas, fuertes e independientes. Pese a nuestra buena situación económica, nunca olvido mis orígenes y el esfuerzo que supone conseguir los objetivos que te pones en la vida. Marta, aun siendo la más quisquillosa y rebuscada de los gemelos, también es la que sabe tratar con todo tipo de personas; se muestra próxima, humilde, respetuosa. Alex, con lo joven que es, ya tiene un marcado halo de soberbia y displicencia; me preocupa, se le van a acabar de golpe los privilegios y ese trato de señorío que le da Claudia. He pensado que en verano los enviaré unos días al pueblo con los abuelos, mi padre sabrá como “quitarle las tonterías”, aunque para que la terapia resulte efectiva, he de advertir a mi madre que no los malcríe.
Mis padres, que emigraron a la ciudad por motivos laborales y regresaron al pueblo tras la jubilación, conforman un arquetipo en fase de extinción: llevan más de cincuenta años juntos. Aunque los dos trabajaban fuera de casa, pertenecen a una generación en la que las tareas caseras eran función única de la mujer. Así, mi madre siempre ha tenido doble jornada. Mi padre no ha sido el típico machista de “tráeme las zapatillas” “quiero que cuando llegue, la comida esté en la mesa” “¡Aún tienes las camisas sin planchar!”. Él ponía y quitaba la mesa (a veces) y cocinaba (en ocasiones especiales), pero nunca ha sabido ni intentado poner una lavadora, barrer, fregar, planchar, etc. La ayuda que tuvo mi madre fue la mía, por imposición, a los diez años me iniciaron en las tareas que se suponían femeninas y como buena chica tuve que acatar. Ya entonces empecé a preguntarme porqué tenía que fregar los cacharros si prefería estar leyendo, tenía la sensación de que perdía el tiempo en quehaceres que no me aportaban ningún beneficio. A los doce años tenía claro que mi vida sería muy diferente a la de mi madre.
Soy hija única. Mis progenitores planeaban para mí un tipo de vida más tradicional, nada que ver con la que he tenido y tengo. Al principio, con mi divorcio, pasaron un mal trago:— ¡Qué dirán cuándo se enteren en el pueblo! — fue su primera reacción. A mí tanto me daba lo que pensaran en el pueblo, mi matrimonio no funcionaba y no iba a convertirme en una sumisa infeliz. Cuando se dieron cuenta de que no necesitaba a nadie para vivir (les costó), que había estudiado duro para ganarme bien la vida (de eso estaban orgullosos), y que las decisiones que tomaba nunca pasaban por el filtro del qué pensarán los demás, fueron tan felices como lo soy yo. Ahora, a los setenta y tantos, son más abiertos de mente que en su juventud. Estoy convencida de que a Marta y a Alex les irá bien pasar unos días en el pueblo con los abuelos. Que se preparen ellos solitos el desayuno, se hagan la cama, colaboren en el resto de tareas, se bañen en el río (allí no tienen piscina) y que hagan nuevas amistades, ayuden al abuelo en su trocito de huerta, y un sinfín de cosas que estoy segura de que les van a ayudar en su desarrollo. Quiero que aprendan a valorar la sencillez de la vida, a no mirar por encima del hombro a nadie, a relacionarse con gente de su edad que va a escuelas públicas, a bajar de ese rascacielos de comodidad y pisen la tierra; En el caso de Alex, que está en el piso más alto, me imagino que se va a dar un golpe tremendo, porque se negará a bajar y su abuelo lo empujará.
Nunca me había planteado ser madre, Alex y Marta llegaron por casualidad, ahora soy incapaz de concebir mi vida sin ellos. A veces pienso si he hecho bien en ocultarles la verdad, si no sería mejor decirles quién es su padre biológico. Claro está que, entonces, también debería informarlo a él. Debí decírselo cuando me quedé embarazada, pero mentí. La realidad solo la conocía mi difunto marido. Ni tan siquiera se lo expliqué a mi mejor amiga, Isabel, ¡ella que admira mi sinceridad! Creo que, para evitar decepciones o traumas, seguiré guardando el secreto.
Daniel y yo, desde aquel encuentro en el restaurante, hemos vivido una relación apasionada, intensa, locamente atípica. Desconozco si existe el más allá y si es o no cierto que algunas almas inseparables se reencuentran en otras vidas, lo que sé es que nuestro caso se asemeja a algo así. Nos vimos al día siguiente y al siguiente y sucesivos, durante casi un mes, hasta que tuvo un nuevo destino, lejos, a miles de quilómetros. Dani es corresponsal de guerra, apasionado de su trabajo pese a detestar la violencia. Yo también viajaba frecuentemente por motivos laborales. Somos dos espíritus libres que se imantaron para siempre (aunque suene ñoño, es así), pese a la resistencia que alguna vez he puesto a seguir con nuestra relación, durante todos estos años no ha habido un solo día en que no pensase en él. Igualmente me consta que él me tiene presente.
Nunca hemos hablado de compromiso, ambos somos demasiado orgullosos. Después de alardear de modernos, infrangibles e independientes, ¿Cuál de los dos estaba dispuesto a proponer una vida en convivencia? Ninguno. Así fue como, en teoría, iniciamos una relación libre. Reconozco que al principio me gustaba el planteamiento que habíamos hecho; aprovechábamos cualquier ocasión para vernos, sin ataduras, momentos intensos, deseados, con un difícil adiós aun sabiendo que podíamos vernos al día siguiente. Dos años estuvimos así, hasta que nos dijimos el primer Te Amo, desnudos, abrazados sobre su cama, los fonemas vibraron escapando de nuestros labios, casi al unísono, sintonizados; posterior mutismo absoluto. Él jugaba entrelazando sus dedos en los mechones de mi pelo, yo me mantuve quieta sobre su pecho escuchándolo latir. El desconcierto producido por el miedo y la inmensa felicidad que conjuntamente sentía, me fustigaron, me llevaron a la huida. Me levanté, fui a la ducha, me vestí, nos miramos amilanados, habíamos cometido el error de vocalizar nuestros sentimientos, nos despedimos con un suave beso. Ese día tomé conciencia de lo enamorada que estaba, en el ascensor empecé a llorar.
— ¡Mamá! — exclama mi impaciente hija desde la entrada. — ¡Vamos a llegar tarde!
Su hermano, en cambio, baja tranquilamente las escaleras tras de mí. Es hora de llevarlos a la escuela. Así empieza en nuestro hogar la semana, como en tantos otros.
Y ese mismo día en que las lágrimas me afloraban bajando en el ascensor, empezaron a gestarse mis dos alegrías: Marta y Alex.
