13
ISABEL
Me levanto sin haber pegado ojo en toda la noche. En esta ocasión no ha sido por las ganas de acudir a mi lugar de trabajo para ver a Alberto, todo lo contrario, no quiero aparecer por allí, me devoran los nervios de pensar en lo que he hecho.
Me doy una ducha y me atavío con cualquier cosa, con lo primero que aparece al abrir el ropero. Salgo de casa en ayunas, sin maquillar y calzada con los zapatos planos que tenía olvidados dentro de una caja. ¿Con qué ánimos aparezco hoy después de lo que ha sucedido? Rebusco en mi interior algo de coraje, estoy bajo mínimos, ayer lo gasté casi todo.
Aquí estoy, avanzo hacia mi mesa con lentitud, me frenan la desgana y el desaliento. Una de mis compañeras me da los buenos días, le respondo con un alzamiento de cejas, me cuesta articular dos míseras palabras. Me topo de frente con la agorera, me clava su funesta mirada, qué agria es la pobre. Llego a mi asiento y me dejo caer a plomo. Enciendo el ordenador, actúo de manera mecánica. Es increíble cómo pueden cambiar las cosas, la vida, de un día para otro. Aún sigo en estado de shock.
Me ha entrado un correo con señal de alerta. Es de esos masivos, a ver qué nos comunican, alguna tontería o una nueva congelación de sueldos. Lo leo, lo releo, me entra ahogo, hiperventilo, veo borroso, saco el bote de valerianas y me tomo cuatro de golpe. ¡Alberto ha muerto!, eso dice el e-mail. Nos comunican el fallecimiento del vicerrector. Escucho expresiones de estupor flotando por la sala. ¿Cómo va a estar muerto si ayer estaba vivo? Empiezo a desvariar. Noto los ojos de la agorera sobre mi cogote, sé que me los está clavando. Siempre está al acecho de lo que puede pillar, seguro que sabe algo de lo que hubo entre Alberto y yo. Doy un giro repentino, estaba en lo cierto, la malaje me mira sin pestañear.
— Pobre hombre – me dice.
Si nunca me dirige la palabra, para qué me habla ahora. Dudo si responderle algo, aunque sea por cortesía.
— Sí, pobre. Ya se sabe… a todos nos llega la hora.
— ¿Sabes si estaba enfermo?
Insiste en seguir con el tema.
— Lo ignoro – zanjo y voy al lavabo sin necesidad, solo por perderla de vista.
Me miro en el espejo, ¿estoy despierta?, ¿o es una pesadilla? Ayer era una mujer dichosa y enamorada. Hoy estoy hundida; el hombre al que idolatraba no solo estaba casado, además era un sexo adicto y para colmo de los colmos se ha muerto. En menos de veinticuatro horas mi vida de ensueño se ha desmoronado. Presiento que de un momento a otro empezaré con la llantera; ya llegan los sollozos, he de salir de aquí antes de que me vean dramatizar. Pueden pensar que mi pena es debida a la noticia de la muerte del vicerrector. Acertarían.
Hago un sobreesfuerzo y vuelvo a la mesa, apago el ordenador, agarro el bolso. Salgo rauda, me escabullo como un animalillo asustado. Llego al coche, estalla la llorera. Llamo a Olga, se asusta al escucharme, no entiende lo que le digo; mis palabras se entrecortan con los suspiros.
— Estoy en casa. Vente – me dice, me ordena.
Olga está esperándome en la puerta principal. Bajo del vehículo y me lanzo hacia ella en busca de consuelo, de cobijo moral. Le dice a Claudia que me traiga un vaso de agua.
— ¡Ay, mal de amores! – exclama la sirvienta.
¿Cómo lo sabe? ¿Tan evidente es?
— ¿Quiere que también le traiga un Valium? Parece necesitarlo…
— ¿Tú tienes Valium? – le inquiere Olga extrañada.
— Por supuesto doña Olga. ¿Cómo cree que mantengo siempre esta calma pese a lo desquiciantes que son sus hijos?
— ¡Sí, dame uno! – le imploro.
La pastillita mágica me ha llevado a un ansiado estado de relajación, lo que me permite explicarle con calma a Olga todo lo acontecido: desde el asalto que sufrí por parte de la mujer de Alberto, hasta lo que me contó sobre su adicción sexual. Mi amiga dice que es una historia un tanto rocambolesca, me pregunta si al final acudí a mi cita con él y contrasté la información que me había dado su mujer.
— Estuve a punto de no ir, estaba aturdida pero necesitaba saber la verdad, di la vuelta y acudí a su encuentro – confirmo.
— ¿Corroboró lo que te había contado su mujer? – insiste Olga.
La drástica aparición de Claudia en el salón impide que responda. Habla rápido, solo entiendo “Dios mío, Dios mío”. Ahora pronuncia mejor, dice que en el informativo matinal están hablando sobre un crimen, que han matado a alguien de la facultad donde yo trabajo. Coge el mando del televisor, lo enciende. Ella lo ha visto en el de la cocina.
— Ahora entiendo que esté usted así, doña Isabel – se retira santiguándose.
Olga y yo miramos, escuchamos, nos asombramos, exclamamos. Según dice el reportero, esta mañana, en un céntrico hotel, han encontrado el cuerpo sin vida del vicerrector. Se han abierto varias vías de investigación e incluso la posibilidad de que se trate de un crimen. Olga desvía la mirada hacia mí. Estoy asustada. Me pregunta si fue en ese hotel donde estuve ayer con él. Le respondo que ayer y otros muchos días.
— ¿Seguía vivo cuando te fuiste? – inquiere.
Me duele que mi amiga me haga esa pregunta. Noto un ardor interno, rabia, impotencia.
— Se lo merecía – estallo.
— ¿Por qué?
— Por infiel.
— Relájate y mide tus palabras. Si le dices eso a la policía creerán que eres culpable.
— ¿Culpable? ¿Yo? ¿De un crimen? ¿Quién puede pensar eso?
— Cualquiera.

14
OLGA
Se ha desplomado, menos mal que estaba en el sofá. Cuando le he expuesto la situación en la que se encuentra, Isabel ha perdido el conocimiento. Le he dicho la verdad, es una tontería andarme con rodeos, creo que ella no se imaginaba lo que es obvio: la van a interrogar. Si Alberto ha sido asesinado se abrirá una investigación e Isabel, como su amante, será una presunta culpable, de momento sospechosa. Además es de las últimas personas que lo vio con vida y un rato antes se había enterado, por boca de la mismísima esposa, que estaba casado y que tenía un “harén” para satisfacer sus necesidades sexuales. Esa circunstancia podría ser tomada como el motivo, como el móvil que desencadenó el crimen. Para colmo no tiene coartada, dice que cuando salió del hotel se fue a casa, sola. La estoy abanicando, empieza a moverse, abre un ojo, el otro, recobra por completo el sentido.
— Me veo en la cárcel – gimotea.
— ¡Cómo eres tan derrotista! – me enfado.
En una situación como esta lo peor que puede hacer es afligirse. Quiero mucho a Isabel aunque a veces, como ahora, me exaspera. Ante cualquier problema su primera reacción es convertirse en avestruz; se esconde, le falta arrojo, valentía, decisión. Ahora necesita con urgencia todas las cualidades de las que escasea. Presentía que en algún momento necesitaría mi hombro para llorar, pero nunca hubiese imaginado que sería en un escenario como este. Me siento culpable por no haberla protegido, debí poner más interés en saber quién era
Alberto, en decirle que me lo presentara. Quizá si lo hubiese conocido me habría dado cuenta de algo, de ese otro “yo” que lo enturbiaba. Durante todo este tiempo, algo más de un mes, lo que para mi amiga ha sido una intensa historia de amor, para él no ha significado más que unos cuantos polvos con otra boba que añadir a su colección. Me duele tachar a Isabel de boba, no lo es, pero sí muy ilusa.
— ¿Tú crees en mi inocencia?
Mi respuesta es afirmativa. Le digo que para poder ayudarla necesito saber toda la verdad.
— Cuéntamelo todo, Isabel. Quiero ayudarte, necesito tener información fidedigna.
— De acuerdo – me responde seria, concentrada. – Ya te he explicado como su mujer me abordó y todo lo que me dijo. ¿Quieres que te lo vuelva a repetir?
— No, esa parte la tengo fresca. Haz memoria desde el momento que ya estás en tu coche, rumbo a tu casa, y decides dar la vuelta. Te diriges al hotel para hablar con Alberto.
Su mirada fija en la pared me indica que rememora lo sucedido.
— Entré en el hotel y fui directa a la habitación. La primera vez que Alberto me propuso ir a ese hotel en concreto le dije que era un lugar demasiado céntrico a la vista de mucha gente. Él me respondió con una pregunta — ¿Te tienes que esconder de alguien? – ¡Qué cinismo! No era yo la que debía pasar desapercibida, aunque por lo visto a él tampoco le importaba demasiado que alguien lo viera por allí, de hecho, ahora que lo pienso, es posible que tuviese la habitación alquilada, siempre era la misma. Llamé a la puerta como de costumbre; dos golpes seguidos, parada, otros dos golpes. Abrió. Esperaba tal y como su esposa me había dicho: desnudo. Se mostró molesto por mi tardanza, le dije que tenía una explicación, me respondió que no le interesaba. Se acercó y empezó a desabrocharme la blusa. Me retiré con un gesto brusco diciéndole que me había retrasado a causa de su mujer y lo que me había explicado. Me miró y no lo negó, “Me gusta el sexo, ¿eso es malo? Nos divertimos juntos Isabel, ni hemos hablado de compromisos ni nunca te he pedido fidelidad.” Fueron sus escuetas palabras, dichas con una naturalidad escalofriante, lo peor de todo es que tenía razón pues lo que había habido entre nosotros solo era sexo, en ese momento desperté de mi quimera. Me dijo que me fuese desnudando mientras él iba un momento al baño. Aproveché su ausencia para salir de la habitación. Abandoné el hotel con tranquilidad, sin prisas, como sonámbula. Pensé en venir aquí, a tu casa, en busca de consuelo. Luego, ya en mi coche, supuse que me tendría que enfrentar a tus lógicos reproches; me advertiste que fuese con cuidado, que no me fiase, que no me hiciese demasiadas ilusiones… Preferí refugiarme en la soledad de mi hogar.
— Debes mantener la calma, Isabel. Es posible que su muerte no tenga mayor trascendencia. Puede haberse debido a causas naturales. El reportero ha hablado sobre la posibilidad de un crimen, no ha sido una afirmación fehaciente.
Apoyo y apoyaré a Isabel, si es necesario mentiré por ella y seré su coartada.
