17

ISABEL

Ayer tuve un día incómodo. Las horas se me hicieron largas. Corría por aquí un rumor, en esta sala, en los lavabos, en las escaleras de la entrada, por todas partes se cuchicheaba, se extendía la misma noticia: El vicerrector había muerto de un golpe en la cabeza.
Desconozco quién fue el o la artífice del cuchicheo; al principio pensé que era cosa de la agorera, quien ha pasado de mirarme con inquina a observarme con ojos piadosos. Hoy, en cambio, se respira tranquilidad, sin comentarios, cada cual a lo suyo. Cuando me vienen a la cabeza imágenes de Alberto, de manera inmediata las rechazo y me refugio en los recuerdos de antes de anoche, en la agradable y divertida velada que pasé junto a mi hija, su novia y mis amigas.
Mi concentración en el trabajo es insuficiente, ha durado poco la serenidad, escucho cierto revuelo, miro hacia la entrada, veo una pareja de policías, saben a dónde van, caminan con decisión. ¿Seré su objetivo?, eso parece, se acercan, un sudor frío chorrea por mi espalda. ¡Se detienen!, han parado de caminar justo antes de llegar a mi mesa, en la de la agorera. Dicen su nombre y le piden que se identifique; lo hace.
— Nos tiene que acompañar a comisaría – le comunica uno de ellos.
Mientras, el otro, da dos pasos y se sitúa frente a mí. Lo veo borroso. Aquí se acaba mi libertad, mis días, mi vida… Sigue el mismo procedimiento que su compañero con la agorera. Le enseño el documento nacional de identidad con la mano temblorosa. Tras recibir una ducha de miradas desconfiadas, la agorera y yo salimos del recinto custodiadas por los agentes.

Sabía que esta mujer traía mala suerte, pero no tanta. Me pregunto qué hago junto a ella en los asientos traseros de un coche policial. Supongo que también mantenía algún tipo de relación, más o menos íntima, con Alberto, de ahí que a ambas nos lleven a comisaría, a sonsacarnos información. Ahora que caigo, debería llamar al abogado que me aconsejó Olga, o mejor la llamo a ella, estoy muy angustiada, ¿qué me irán a preguntar? La agorera parece tranquila, ni parpadea, ¿se habrá quedado catatónica? Estoy empezando a sufrir uno de mis bloqueos mentales, se me ha disparado el tic nervioso del ojo y noto otro en el labio, este es nuevo, parece que con un hilo me lo estiren de abajo arriba y de arriba abajo, muy rápido. Hasta hace poco me quejaba de tener una vida aburrida, ahora me gustaría recuperarla, ¡quiero volver a mi vida tranquila e insulsa! Estoy a punto de llorar, no de pena, de rabia.
El vehículo se ha detenido. Olga me había avisado sobre la posibilidad de que llegase este momento, debo tranquilizarme, medir mis palabras, responder sin levantar sospechas. Nos hacen entrar en una sala con asientos, dudo que aquí tenga lugar el interrogatorio pues hay más gente. Nos miramos los unos a los otros, excepto la agorera que sigue patidifusa. Me pregunto si serán delincuentes, ellos pensarán lo mismo de mí, ¡qué vergüenza! Un policía entra y se lleva a la agorera, aprovecho para preguntarle si puedo llamar a una amiga.
— Señora, ¿tiene usted teléfono móvil o se lo han requisado?
— Lo tengo en el bolso, ¿acaso me lo van a quitar?
— Úselo mientras pueda.
Esto se pone feo, no entiendo qué ha querido decir el agente con ese “mientras pueda”. Llamo a Olga, me responde que está reunida, en plena ejecutiva de dirección. Le digo que es una urgencia, que estoy en comisaría y no he venido por voluntad propia. Mi amiga responde con palabras apaciguadoras, asegura que llegará enseguida. El mismo agente que se ha llevado a la agorera ahora viene a por mí, me pide que le acompañe. Caminamos por un pasillo largo y con falta de pintura en las paredes, me hace entrar en otra sala, ¡otra vez me topo con la agorera! Aquí estamos las dos solas y esta sí parece una sala de interrogatorios. Entra un hombre, va vestido de paisano pero es un poli. Nos da los buenos días y se asienta al otro lado de una mesa, frente a nosotras. A estas instalaciones les hace falta una reforma, son cutres y viejas. ¡Qué diantres hago pensando en el estado de las instalaciones, en lugar de en cómo salir rápido de ellas!
— Imagino que saben ustedes el motivo por el que hemos requerido su presencia – nos dice.
Nosotras, calladitas.
— Ambas mantenían una relación con la víctima, me refiero al vicerrector de la facultad donde ustedes trabajan. Y fueron las dos últimas personas en visitarlo la tarde de su muerte, en el lugar donde fue asesinado.
Jamás me hubiese imaginado tener algo en común con la agorera, y mucho menos un amante. ¿Por qué nos elegiría a nosotras? Por practicismo, supongo, las nuestras son las dos mesas más cercanas al que era su despacho. ¿Pero cómo se pudo fijar en esta mujer si su atractivo es nulo?, aunque yo tampoco soy nada del otro mundo… Mi autoestima agoniza.
Por las palabras del policía de mirada lánguida, deduzco que Alberto se citó en el hotel con nosotras dos, la misma tarde. Con cautela, pregunto al interrogador cómo saben que somos las dos últimas personas que vimos a Alberto con vida. Es simpático este hombre, me responde sin poner pegas o con la típica frase de “las preguntas las hago yo”.
— La víctima llevaba en el bolsillo de su chaqueta una pequeña agenda. Al parecer apuntaba en ella todas sus citas románticas – carraspea.
¿Románticas? Tiene guasa el calificativo. Mi deducción es certera; Alberto se citó en el hotel la misma tarde con la agorera y conmigo. Una tras otra… ¡Qué asco!
— ¿Me confirma que estuvo con él la tarde de su muerte? – me mira.
Dudo qué decir. Es absurdo negarlo porque estaba apuntada en su agenda, sin embargo estuve a punto de no acudir a la cita. Me tortura con la mirada, podría desviarla hacia la agorera. Allá va.

— Mientras su compañera hace memoria, ¿puede usted decirme si estuvo con la víctima la tarde de los hechos?
Espero ansiosa escuchar un “sí”, es la manera de compartir la duda, de que la sospecha no se cierne solo sobre mí.
— No – la respuesta es rotunda.
¿Qué dice? ¿Será verdad o miente? Tiene un rostro tan inexpresivo que es imposible deducir nada. Desde que la conozco siempre se ha mostrado desabrida. ¿Por qué no se presentó a la cita si también estaba agendada para aquella tarde? ¿Ahora qué digo yo? Si admito que estuve en el hotel y que vi a Alberto, me van a sentenciar.
— ¿Está segura? – le inquiere el policía.
— Sí – mantiene su adustez.
— Bien. Dígame dónde estuvo aquella tarde.
— En mi casa.
— ¿Alguien puede corroborar su respuesta?
— Sí, mi marido estuvo conmigo.
Seguro que he puesto cara de pasmo. Con lo insulsa que es tiene marido y amante, no me lo explico. A simple vista parece una virtuosa de la castidad. Tengo un mal presagio, se me vuelve a disparar el nervio del ojo. Es obvio que una vez descartada la presencia en el hotel de la agorera, tengo la ardua tarea de exculparme, y no veo otra manera posible de hacerlo a parte de mentir. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Se me ocurre alguna idea para aducir en mi defensa, pero me arriesgo a que tenga baja credibilidad. Me viene al pensamiento Olga, seguro que ya ha llegado, debe estar afuera esperándome. Como ella me recomendó, debo tranquilizarme y ser prudente.
— ¿Ha hecho usted memoria? – me mira.
— Sí.
— ¿Y? ¿Vio a la víctima aquella tarde?
— No.
— Usted tampoco. ¡Menuda casualidad! De las dos citas que la víctima tenía la tarde de su fallecimiento, ninguna se presentó. Pues alguien estuvo con él en la habitación del hotel, y estamos seguros que ese alguien fue una mujer.

Se empieza a enfadar o lo simula muy bien. La mirada lánguida ahora es reprobatoria, se ha transfigurado como el resto de la expresión de su rostro. Da un poco de miedo y mucho respeto.
— Dígame – fija los ojos en la agorera. — ¿Por qué no se presentó a la cita?
— Ya le he dicho que estaba en casa con mi marido. No encontré una excusa para salir.
El policía resopla.
— Y usted – me observa. — ¿También estaba con su marido?
Me disgusta el tono que está utilizando, al principio parecía un tipo agradable.
— Estoy divorciada.
— Entonces, dígame qué hizo aquella tarde.
Aunque por un momento dudo si contar la verdad de lo que hice, sin apenas darme cuenta las palabras escapan desbocadas por mi garganta.
— Salí con tiempo en dirección al hotel. Llegué a la zona, di varias vueltas con el coche, no encontraba donde dejarlo y opté por entrar en un parquin. Salí al exterior y anduve escasos pasos cuando una voz a mi espalda me frenó. Al girarme vi a una mujer de unos cuarenta años, atractiva y bien arreglada. Según me dijo era la esposa de Alberto. Quería hablar conmigo, me pidió que la acompañase. Fuimos hasta su coche, una vez allí me explicó que su marido tenía una enfermedad de adicción al sexo, que tenía varias amantes. Me advirtió que no me enamorase pues ni ella ni él se pensaban divorciar, debían mantener las apariencias.
Después del súbito resumen me he quedado muda. El policía me mira con escepticismo y sale del habitáculo.
— ¿Estás loca? – arroja la agorera.
Su pregunta me ha puesto más nerviosa de lo que estaba. Ahora resulta que la sinceridad es un acto de locura. Ella debe de haber mentido, quizá la mujer de Alberto también la acechó y le cantó las cuarenta, pero ha preferido callárselo. Se abre la puerta, el policía entra, le dice a la agorera que puede marcharse y que hablarán con el marido para corroborar su declaración. Ella hace una mueca de alivio y gratitud, se levanta, dice un seco “adiós”, escucho el chirriar de la puerta al abrir y el golpe al cerrar. Me he quedado sola con el agente, el defensor de la ley, el que me va a hacer cantar como si fuese una soprano; Cuando los nervios se apoderan de mí, la voz se me agudiza.
— Según me ha dicho antes, la tarde de los hechos usted estuvo con la esposa de la víctima – retoma el interrogatorio.
— Sí, sí – cuando empiezo a duplicar las palabras es mala señal.
— Después fue al hotel al encuentro con Alberto – da por hecho.
— No, no, ya le he dicho antes que no lo vi aquella tarde.
— Vale. Qué hizo después de su charla con la supuesta mujer.
— Fui al parquin dónde había dejado mi coche. Sinceramente, dudé si ir al encuentro de Alberto, y escuchar su versión sobre lo que me había explicado la esposa, pero estaba disgustada y me encontraba mal, mal. Consideré que era mejor no acudir a su encuentro.
— ¿Dónde estuvo aquella tarde?
— Me fui a casa de Olga, Olga, mi amiga, necesitaba su consuelo. Le puede preguntar, seguramente está aquí, aquí afuera esperándome.
Estoy segura de que Olga mentirá por mí y me servirá de coartada. Debí haber ido a su casa en lugar de encerrarme a solas en la mía, ahora evitaría poner a mi amiga en el aprieto del engaño.
— Tranquilícese. Hablaremos con su amiga. No obstante, aunque ella nos confirme la presencia de usted en su casa, solo será parte de aquella tarde, para el resto de las horas transcurridas tendrá que buscar una historia mejor que la del encuentro con la esposa.
— Perdone, perdone, no entiendo a qué se refiere. ¿Cree que me he inventado la historia de la esposa?
— Señora, la víctima no estaba casado, nunca lo estuvo. Era soltero y vivía solo.

TRinidad Fuentes

18

OLGA

La llamada de Isabel no ha sido sorpresiva, era obvio que si había una investigación formaría parte del entramado. Llevo poco rato en dependencias policiales, me han dicho que un inspector está hablando con ella por su relación con Alberto y que saldrá en breve. Espero que mi amiga mantenga la serenidad, dé respuestas claras y concisas. Cuando habla demasiado se dispersa. Debe centrarse en su cualidad de inocente, mantenerse inamovible, creerse su verdad. Isabel tiene tendencia a tejer telarañas mentales, según como le hagan las preguntas la pueden confundir.
La veo. Aparece junto a un policía vestido de paisano que le va diciendo algo. Me acerco.
— ¡Olga! – exclama al verme.
— Tranquila, Isabel – la abrazo.
— Supongo que es usted su amiga – me dice el policía que la acompaña. – Dígame, ¿estuvieron juntas la tarde que murió la víctima? – me pregunta sin rodeos.
— Sí – respondo con absoluta firmeza. Cuando es necesario miento a la perfección.
— ¿Dónde se vieron? – me quiere pillar en un renuncio.
— En mi casa.
— ¿Fue antes o después de hablar con la esposa del fallecido?
— Después – deduzco que Isabel le ha explicado su encuentro con la mujer de Alberto.

— Señora, ya le he dicho a su amiga que el difunto no tenía esposa. Era soltero y vivía solo.
Miro a Isabel, tiene el rostro desencajado. Lo que acabo de escuchar es el preludio del infortunio que la atenaza. Si Alberto estaba soltero, ¿quién era la mujer que se hizo pasar por su esposa, y por qué acechó a mi amiga? Isabel no se lo ha inventado, no tendría lógica, ni sentido, ni finalidad coherente. Además, a mí siempre me dice la verdad. Sin embargo, seguro que la policía piensa que es una invención de Isabel y, mucho me temo, se va a convertir en la principal sospechosa. Ojalá me equivoque, ni siquiera sabemos con exactitud qué investigan. Hasta ahora, lo único que ha habido sobre la causa de la muerte del vicerrector han sido suposiciones, rumores. Debemos esperar el resultado de la autopsia para saber a qué atenernos. Pero hemos de estar preparadas, en cuanto salgamos de aquí llamo al abogado y lo pongo en antecedentes.
Isabel, atrapada en el desánimo, sale de comisaría asida a mi brazo, como si le costara caminar y necesitase un punto de apoyo; de hecho lo necesita, más moral que físico. Está tan alicaída… Dudo si acompañarla a su casa para que descanse o si proponerle ir a algún lugar donde se distraiga, opto por lo segundo. Miro el reloj, por la hora que es podríamos ir a comer, se lo digo.
— ¿Te apetece que comamos en aquel acogedor restaurante italiano? El del pizzero napolitano.
— Me gusta ese sitio, cuando cruzas su puerta es como si viajases a la mismísima Italia. Agradezco tu buena intención, Olga, pero me siento incapaz de probar bocado.
— Vamos de todas formas – insisto. – Yo comeré y tú, si no tienes apetito, bebes algo.
Ante los problemas lo peor que podemos hacer las mujeres es enclaustrarnos en casa a llorar, a lamentarnos, a fustigarnos con aquello de “no tenía que haberlo hecho”, “ojalá no lo hubiese conocido”, “mi vida es una mierda”, “¿ahora qué?” Y tantos otros arrepentimientos, desdichas y dudas que nos torturan. Encerrarse en una misma, en las contrariedades, en la cerrazón, imposibilita vislumbrar la realidad. En el transcurso de la vida pasamos por fases fáciles, por otras difíciles y por algunas desesperantes. Antes de caer por el precipicio de la frustración y la amargura, hemos de poner freno, reflexionar incluso en equilibrio. Si esa reflexión se hace en positivo, la realidad, aun pareciendo la misma, será muy diferente a si la reflexión se hace en negativo. Intento que Isabel positivice la situación por la que está pasando. Analice, sin dramatizar, cómo ha llegado hasta este punto. Y busque, con sensatez, el camino a la solución.
Llegamos al restaurante. Antes de salir del coche he pasado la brocha por las mejillas de Isabel; estaba demasiado pálida. El lugar es pequeño y armonioso, nos han ubicado en una mesa rinconera, perfecta para poder hablar sin que nadie nos escuche. Nos toman nota, he pedido pizza, Isabel, que está muy callada, pide otra, por compromiso, por no quedar mal con la camarera, nos ha reconocido de otras veces que hemos estado aquí. Derrocha cordialidad y simpatía. Da gusto ir a los sitios y encontrarte con gente amable, cercana, siempre con una sonrisa que ofrecer, un saludo que te alegra el día, una complacencia que invita a volver. Este tipo de personas me cautiva, esquivo a las desabridas. Todos podemos tener un mal día y permitirnos un rato de mal humor, pero no eternizarlo. La dulzura y la alegría deberían convertirse en epidemias.
— ¿Tú me crees? – de repente cuestiona Isabel.
— Sin duda alguna – asevero.
— ¿Y qué explicación le das a que esa extraña se hiciese pasar por la esposa de Alberto y contara tan estrafalaria historia? Te aseguro que me hablaba como si estuviese convencida de todo lo que me decía.
— Será una de esas personas que se creen sus propias mentiras. La encontraremos, si es necesario contrataré a un investigador privado.
— ¿Bromeas?
— ¡No!
Compartimos sonrisas y un delicioso tiramisú.
He dejado a Isabel en su casa, un poco más animada. Ya estoy cerca de la mía, espero que los gemelos no estén torturando a Claudia, ¡qué paciencia la suya! Cualquier día pide la cuenta y nos abandona, seguro que alguna vez se le ha pasado por la cabeza. La echaríamos de menos por muchas razones, en especial por el cariño que nos da y la estabilidad que aporta a nuestro hogar.
Llego. Demasiado silencio. Deduzco donde están. Primero voy hasta la biblioteca, lugar en el que mi hijo suele hacer los deberes, he acertado, parece concentrado, creo que no ha percibido mi presencia. También Claudia está aquí, es una apasionada de la lectura y aprovecha estos ratos serenos para regocijarse con algún libro. Ella sí me ha visto y hace el ademán de levantarse de la butaca, con la mano dibujo un gesto indicándole que continúe relajada en la lectura.
Ahora voy en busca de mi hija. Desde que falleció Logan se hizo la dueña de su despacho, lugar donde hace los trabajos escolares y todo lo que se le antoja. Enseguida me ha visto, se lanza a mis brazos.
— Hola mamá. No te extrañes si ves tus cajones desordenados. He estado rebuscando, tenía una urgencia.
— ¿En mis cajones? ¿Por qué? ¿Una urgencia? – pregunto seria, sabe que me disgusta que hurguen entre mis cosas.
— Porque tenía sangre y necesitaba una compresa. ¡Menos mal que las he encontrado! He estado a punto de ponerme una toallita.
Por lo que me dice con esa naturalidad que la caracteriza, Marta tiene la menstruación. La veo tan niña que no había pensado todavía en ello. Le tenía que haber preparado un kit de supervivencia femenina para que lo llevase en la mochila, por si la sorpresa llegaba en el colegio. Veo que mi hija se apaña bien sin mí.
— ¿Te ha venido la regla?
— Sí, mamá. Ya podemos hablar de mujer a mujer – me mira decidida a acribillarme con preguntas incómodas.
— ¿Te encuentras bien? ¿Te duele algo?
— Estoy fenomenal. Bueno, esto de sangrar por ahí abajo es un poco asqueroso, pero ya me acostumbraré. ¿Podemos hablar? – insiste con su enmascarada mirada de pilla.
Me descalzo, tomo asiento en el diván donde mi marido solía meditar, me reclino a la espera del bombardeo. Marta, flexible como una goma, se hace un hueco junto a la altura de mi cintura, con las piernas enlazadas como un buda.
— Ahora que soy mujer, ¿ya corro el riesgo de enamorarme?
— ¿Por qué crees que enamorarse es un riesgo?
— Lo he escuchado alguna vez cuando os reunís las amigas.
Ella sí que es un riesgo, un peligro. A ver ahora cómo se lo explico, creo que voy a evadir la pregunta soltándole un mini discurso sobre el tema.
Sin darme tiempo a que le responda, se lanza y suelta una retahíla de motivos por los que, según dice, no se piensa enamorar.
— Mamá, no te esfuerces en buscar una manera de suavizar el tema. Eso del enamoramiento es una angustia, se lo he oído decir a Isabel. Yo no me enamoraré nunca, así evitaré sufrir, angustiarme, y tener esa cara rara que tú pones cuando estás con Dani.
— ¿Cómo? – Creo que mi hija me ha hecho sonrojar.
— Se os nota mucho, a ti y a él. Hasta la voz os cambia cuando habláis entre vosotros – se le escapa una risita pícara.
Me mira, la miro, dudo un instante si reprocharle que diga tonterías o responderle con la franqueza que se merece. Lo miro por el lado positivo: mi perspicaz hija me allana el terreno, me facilita contarle la obviedad que ella solita ha deducido. Aprovecho esta imprevista oportunidad que me ofrece, le digo que está en lo cierto, le hablo de Dani, le hablo de mí, de nuestra historia, de nuestras vidas, del amor que nos une. Me abstengo de contarle que es hija suya, ni es el momento adecuado ni el lugar, aquí, en el despacho del que para ella fue su padre.
— Vaya rollo… — se queda pensativa. – Si os queréis, ¿por qué disimuláis delante nuestro? ¡Ah! Para que Alex no se entere… Haces bien mamá, es mejor que este secreto quede entre nosotras, yo seré tu cómplice – desenlaza las piernas, se tumba agazapada a mí.

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